Los 10 momentos más felices de mi vida y el niño que fui
Mi hermano me preguntó cuáles eran los momentos más felices de mis 42 años de vida. Hice una lista con una reveladora ausencia.
El otro día, mi hermano Alex, del que siempre digo que soy su doppelgänger, me contó que estaba estresado con el trabajo y que, para conciliar el sueño, pensó en cuáles eran los diez momentos más felices de su vida. El bro tiene esas cosas tan tiernas. “Hazlo y me cuentas qué tal”, me dijo.
Y lo hice. Apunté en un cuaderno los primeros que se me venían a la cabeza. Luego anoté otros de mayor simbolismo que no surgieron de inmediato, pero que estimaba que merecían estar ahí. Viajes, experiencias, momentos icónicos. En pocos minutos los tenía debidamente ordenados y los compartí con él. Entonces, preguntó: ¿Qué tienen en común?
Iba a decir que eran momentos en grupo. Es decir, que para mí ser feliz significa que alguien lo sea conmigo, si no, ¿para qué queremos ser felices? Salvo “el día que acabé la carrera” casi todos los momentos eran grupales. Pero lo que tenían en común no era eso, sino lo que dijo el bro: “¿Te das cuenta? En ninguno somos niños”.
Y era cierto, en la lista solo en un verano que pasamos en la residencia de tiempo libre de Marbella (que el PP ha fulminado) éramos unos niños. Y ni eso, porque en Marbella ya nos interesaban temas de adolescentes. Por ejemplo, pasar tiempo con chicas. Descubrir la ausencia del niño que fui me puso triste y comencé a pensar por qué.
Tuve una infancia en cierta forma privilegiada, con una familia cariñosa y democrática, un círculo afectivo numeroso y, diantres, un hermano gemelo con el que jugar todas las horas del mundo. Por desgracia, tuve que pasar por un colegio donde la violencia estaba absolutamente normalizada, sufrimos bullying, mi grupo de amigos era una maravillosa combinación de inadaptados y el instituto no mejoró mucho el panorama. Comprendí que ejercer la violencia era una forma de supervivencia en esa Jerez de entonces y me convertí, durante años, en todo aquello que odiaba. Con el tiempo, ya pasada la adolescencia, fui encontrando mi propio espacio, ganándome el derecho a ser yo mismo. Empecé a ser yo con más de veinte años.
He pasado tanto tiempo con rencor a aquella etapa que a menudo la ignoro, la desprecio o la sepulto. Paso de soslayo por sus recovecos, un poco asustado, como Jim Carrey en Eternal Sunshine of the Spotless Mind. Pero las dificultades de la infancia, enmarcadas en un momento social concreto, no deberían opacar al niño que fui. Intento, estos días, congraciarme con aquel crío.
He pensado qué momentos recuerdo con amor de la infancia y me salen muchos sensoriales, sencillos, minúsculos, quizás porque la trampa de la memoria nos reduce hacia una vaga percepción de lo que fuimos. Recuerdo, por ejemplo, el olor a cloro yendo a la piscina del Club Nazaret, la abrupta y acogedora naturaleza del Charco de los Hurones, recuerdo el sol dándome en la espalda por Madre de Dios, la tontera de la hora de la siesta en la plazoleta de mi tía Charete, los paseos por el rastro. Recuerdo también, cómo el bro y yo dibujábamos cómics tirados en el suelo de la casa del pueblo de mi padre, en Villanueva del Duque, mi madre con el cronómetro en la mano contando cuánto tardábamos en dar una vuelta al parque del Retiro, recuerdo el olor al puchero de Margari en los campamentos scouts y, también, no sé por qué, el tacto de la mano de mi abuelo, rugosa y delicada. Quizás, el cúmulo de aquellas pequeñas cosas sean, en fin, mucho más importante que cualquier lista. Quizás todo eso sea, en el fondo, lo que soy.
Siempre he dicho que quiero vivir intentando que aquel niño, huidizo y encorajinado, esté orgulloso de mí. No defraudarle. Ahora siento que nace otra etapa en nuestra relación: el momento de rescatarlo, custodiarlo y valorarlo, una misión en presente continuo.
Quizás mi vida no sea, como decía José Caballero Bonald, una eterna vuelta a la infancia, pero desde luego puede ser un lugar donde pasear por los rincones de la memoria sin deudas, sintiendo, más bien, una confortable paz con uno mismo.
Un libro: Elige tu propia aventura
Hablemos de libros que leí siendo un crío. Durante la infancia devoré la serie “Elige tu propia aventura”, que cedía al lector la posibilidad de elegir el destino de sus personajes. Es lo que se conoce como hiperficción explorativa. Mil veces imitado (hasta Netflix lo intentó vía Black Mirror) pero nunca llevado a tal nivel de excelencia, la colección de libros juveniles de Elige tu propia aventura fueron parte esencial de mi biblioteca. Ya era yo un investigador de la autoría, porque de entre todos sus libros, siempre me llamaban la atención los escritor por un tal R. A. Montgomery, que tenía el estilo más magnético y sorprendente de los autores de la colección. En mi primer ejercicio del máster de creación literaria le entregué a Jordi Carrión un ejercicio imitando a Montgomery. Aún recuerdo su rostro cuando lo leyó.
Un disco: Bachata Rosa, de Juan Luís Guerra
No hubo verano en mi infancia sin Bachata Rosa, el disco que popularizó mundialmente la bachata y el merengue, y con el que Juan Luís Guerra vendió mas de cinco millones de discos. Un canto a la vida que, por celebrar, celebra hasta un cunnilingus (aunque el propio autor lo desmienta y hable de una frase de la Maga en Rayuela, de Cortázar). Y es que, cuando la música es popular, el autor ya no tiene control sobre su obra. Hace un par de años pude verlo en directo en Valencia y el tito Juanlu sigue en plena forma. Ahí estaban personas de todas las edades bailando bachata, llevando al extremo eso de que la música es un lenguaje universal.
Una película: Dentro del laberinto.
Esta mezcla de El Mago de Oz, Alicia en el país de las maravillas y La historia interminable, con Jennifer Connelly y David Bowie, inauguró en mi infancia un género que me sigue alucinando hoy en día. Las “road movie”, la película de búsqueda, en el que los personajes tienen una meta y se transforman por el camino. Realizada de forma artesanal, con marionetas reales, la película es un prodigio de imaginación. Tuvo al creador de los Teleñecos detrás y al ilustrador Brian Froud marcando su arte, su decorado y su ambiente. Es también el viaje a la madurez de Sarah, que descubre que, a veces, lo que deseamos puede albergar numerosos peligros detrás (como en otro clásico juvenil, Big).
Y una última cosa…
Hoy presentamos nuestros libros en Sevilla y mañana en Jerez. Es extraño, pero me sigo poniendo nervioso como si fuera la primera vez. Y es que la literatura es un poco eso, ser leído eternamente por primera vez.
Y eso es todo por hoy. Gracias a todas las personas que me estáis escribiendo a partir de esta newsletter. En un momento en que Twitter es un lodazal, Facebook un muro publicitario donde no aparecen mis amistades e Instagram una representación idílica de lo que somos, se agradece una conversación íntima y sincera. La mejor red social, hoy en día, sigue siendo tomar juntas un café. Nos leemos en la próxima newsletter.